La Reforma
Los Reformadores magisteriales
mantenían cristología ortodoxa. Pero el
punto de vista de Lutero de la presencia real en la Cena del Señor necesitaba el
punto de vista que después de la ascensión la naturaleza humana de Cristo es
omnipresente. Esto llevó a un punto de
vista sobre el cummunicatio idiomatum al
efecto que “cada una de las naturalezas
de Cristo penetra la otra (peridhoresis) y que su humanidad participa en los atributos de su divinidad”.[1] Pero no quisieron atribuir atributos humanos
a la naturaleza divina. Según la Formula de
Concordia la naturaleza divina imparte sus atributos a la naturaleza
humana, pero el ejercicio de estos depende de la voluntad del Hijo de
Dios. En realidad es una forma de
eutiquianismo.
Había una controversia en la Iglesia Luterana
sobre este tema. Evidentemente la lógica
del caso requería una comunicación de atributos desde el momento de la unión de
las dos naturalezas. Pero si así fuera,
¿cómo se explicaría la vida de humillación que se ve en los Evangelios? Los teólogos de Giessen mantenían que Cristo
dejó a un lado sus atributos divinos en la encarnación o solamente les utilizó
ocasionalmente; los de Tuebingen mantenían que siempre les poseyó, pero les
escondió o les utilizó solamente en secreto.
La Formula
de Concordia tiende al anterior. Hoy
en día hay una tendencia a dejar esto a un lado y conformarse al punto de vista
Reformado que las propiedades de cada una de las naturalezas se pueden atribuir
a la Persona.
Los Reformados mantenían una
posición cristológica ortodoxa, expresada más plenamente en la Segunda Confesión
Helvética (1566):
“Artículo 11
JESUCRISTO,
DIOS Y HOMBRE VERDADERO Y ÚNICO SALVADOR DEL MUNDO
Cristo es Dios Verdadero.
Creemos y enseñamos, además, que el Hijo de
Dios, nuestro Señor Jesucristo fue predestinado e impuesto como salvador del
mundo desde la eternidad. Creemos que ha sido engendrado por el Padre, no sólo
cuando aceptó de la Virgen María carne y sangre y no sólo antes de la creación
del mundo, sino antes de toda eternidad, y esto de un modo indefinible. Pues
dice Isaías: « ¿Quién quiere contar su nacimiento?» (Isaías 53:8), y dice
Miqueas: «Su origen es desde el principio, desde los días del siglo» (Miqueas
5:2). Porque también Juan manifiesta en su Evangelio: «En el principio era el
Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). Por eso el Hijo igual al Padre en su divinidad e
igual a Él en esencia, o sea, que es Dios verdadero (Filip. 2:11); y esto, por
cierto, no puramente de nombre, ni por haber sido aceptado como Hijo, ni en
virtud de alguna demostración especial de la gracia, sino por naturaleza y
esencia, como el apóstol Juan también lo escribe: «Éste es el Dios verdadero y
la vida eterna» (1.a Juan, 5:20).
Dice Pablo: A su hijo lo «constituyó heredero
de todo, por el cual, asimismo, hizo el Universo: El cual siendo el resplandor
de su gloria, y la misma imagen de su sustancia, y sustentando todas las cosas
con la palabra de su potencia...» (Hebr. 1:2 y 3). Porque también en el
Evangelio ha dicho el Señor mismo: «Ahora pues. Padre, glorifícame tú cerca de
ti mismo con aquella gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo fuese»
(Juan 17:5). Y en otro lugar del Evangelio leemos que los judíos intentaban
matar a Jesús, porque él «llamaba a su Padre Dios, haciéndose igual a Dios»
(Juan 5:18).
De aquí que desechemos rotundamente la impía
doctrina de Arrio y todos los arríanos, los cuales niegan la filialidad divina
de Jesús. Y en especial desechamos radicalmente las blasfemias del español
Miguel Servet y todos sus partidarios, blasfemias que Satanás, valiéndose de
esos hombres, ha sacado del infierno contra el Hijo de Dios y anda esparciendo
por todo el mundo de una manera insolentísima e impía.
Cristo, hombre verdadero
de carne y hueso.
Creemos y también
enseñamos que el Hijo eterno de Dios eterno se hizo hombre, criatura humana, de
la simiente de Abraham y David; pero no en virtud de ser engendrado por un
varón, como ha dicho Ebión, sino que fue concebido de la forma más pura y
limpia posibles por el Espíritu Santo y nació de María, que siempre fue Virgen,
como lo relata concienzudamente la historia evangélica (Mat. 1).
Cristo, hombre verdadero
con carne y alma.
También Pablo dice:
«Porque ciertamente no tomó a los ángeles, sino a la simiente de
Abraham tomó» (Hebr.2:16). Igualmente afirma el apóstol
Juan que quien no crea que Cristo ha venido en carne; quien así no crea, no es
de Dios. Es decir, la carne de Cristo no era de aparente naturaleza, ni tampoco
descendida del cielo, como soñaban Valentín y Marción. Tampoco carecía el alma
de nuestro Señor Jesús de sentimiento y razón, como pensaba Apolinario; ni
poseía un cuerpo sin alma, como Eunomio enseñaba;
Cristo posee alma y razón.
Sino que tenía un alma
dotada de razón y un cuerpo con facultades sensoriales, que durante su Pasión
le hicieron sufrir verdaderos dolores, como él mismo dice: «Mi alma está muy
triste hasta la muerte» (Mat. 26:38). Y también: «Ahora está turbada mi alma» (Juan (12:27).
Las dos naturalezas de
Cristo.
De aquí que reconozcamos en nuestro Señor
Jesucristo, el único y siempre el mismo, dos naturalezas o modos sustanciales
de ser: Una divina y una humana (Hebr. 2). Acerca de ambas decimos que están
unidas, pero esto de manera tal que ni se hallan entrelazadas entre sí, ni
reunidas, ni mezcladas. Más bien están unidas y ligadas en una sola persona, de
manera que las propiedades de ambas naturalezas siempre persisten.
Solamente un Cristo y no
dos.
O sea, que nosotros veneramos solamente a un
Señor Jesucristo, pero no a dos Señores distintos. En una sola persona Dios
verdadero y hombre verdadero, sustancialmente, según la naturaleza divina,
igual al Padre; más según la naturaleza humana, sustancialmente igual a
nosotros y en todo semejante a nosotros, excepto en lo concerniente al pecado
(Hbr. 4:15).
Sectas, La naturaleza
divina de Cristo no ha sufrido y su naturaleza humana no está en todas partes.
Por esta razón desechamos
rotundamente la doctrina de los nestorianos, que de un solo Cristo hacen dos y
desarticulan la unidad de la persona de Cristo. Asi mismo, condenamos la
necedad de Eutiques y de los monotelistas o monofisitas, que borran las
propiedades de la naturaleza humana.
Tampoco enseñamos que la
divina naturaleza en Cristo haya sufrido o que Cristo en su naturaleza humana
exista todavía en este mundo o se encuentre en todas partes.
Ni creemos ni enseñamos
que el verdadero cuerpo de Cristo, luego de la glorificación, haya sucumbido o
haya sido divinizado, y esto de manera que haya renunciado a las cualidades de
cuerpo y alma retornando así a su naturaleza divina, o sea, que desde entonces
tenga solamente una naturaleza.
Sectas.
De aquí que estemos
completamente disconformes con las sutilezas necias, confusas y oscuras y siempre
variadas de un Schwenkfeid y semejantes
acróbatas intelectuales con respecto a esta cuestión. Creemos, por el
contrario, que nuestro Señor Jesucristo verdaderamente ha padecido en su carne
por nosotros y por nosotros ha muerto,
como dice Pedro: (1.a Pedro 4:1).
Nuestro señor padeció
Verdaderamente.
Aborrecemos la opinión
loca de los jacobitas y todos los turcos, que niegan y escarnecen los
padecimientos de Jesús. Al mismo tiempo, no negamos que el Señor de la gloria,
según palabras del apóstol Pablo, haya sido crucificado por nosotros (1.a Cor.
2:8).
Communicatio Idiomatum.
Con fe y reverencia nos valemos de la
doctrina, que basada en la Sagrada Escritura manifiesta que las propiedades o
cualidades anejas a una de las naturalezas de Cristo pueden aplicarse algunas
veces también a la otra. Esta doctrina fue aplicada ya por los antiguos padres
de la Iglesia al interpretar y comparar pasajes de la Escritura aparentemente
contradictorios.
La verdadera Resurrección
de Cristo.
Creemos y enseñamos que este nuestro Señor
Jesucristo con el cuerpo verdadero con que fue crucificado y murió ha
resucitado de entre los muertos sin procurarse otro cuerpo en lugar del
sepultado y sin adoptar espíritu en lugar del cuerpo, sino que conservó su
cuerpo verdadero. Por eso muestra a sus discípulos, que imaginaban
ver el espíritu del Señor, sus manos y sus pies con las heridas de los
clavos, y al hacerlo, les dice: «Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy:
palpad, y ved; que el espíritu ni tiene carne ni huesos, como veis que yo
tengo» (Luc. 24:39).
La verdadera Ascensión de
Cristo.
También creemos que nuestro Señor Jesucristo
con su mismo cuerpo ha ascendido a todos los cielos visibles hasta el mismo
cielo, la morada de Dios y de los santos, hasta la diestra de Dios. Y si esto
significa, en primer lugar, una verdadera comunión con la gloria y la majestad,
aceptamos que el cielo es un lugar determinado, lugar al que el Señor se
refiere en el Evangelio: «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Juan 14:2).
Pero también dice el apóstol Pedro: «Es menester que el cielo tenga a Cristo
hasta los tiempos de la restauración
de todas las cosas» (Hech. 3:21). Pero desde los cielos volverá
de nuevo para el Juicio: Entonces es cuando la maldad en el mundo habrá llegado
a su apogeo, y el Anticristo, después de haber destruido la verdadera fe e
inundado todo de superstición e impiedad, habrá asolado la Iglesia a sangre y
fuego (Dan. 11). Pero Cristo volverá para ayudar a los suyos, aniquilará con su
venida al Anticristo y juzgará a los vivos y a los muertos
(Hech. 17:31). Pues
los muertos resucitarán (1.a Tesal. 4:14 sgs), y los vivos, que en aquel
día (que ninguna criatura sabe cuándo será (Marc. 13:32) aun queden serán
transformados en un momento y todos los creyentes en Cristo serán arrebatados
en los aires, a fin de que juntamente con él entren en las moradas de la
bienaventuranza y vivan eternamente (1.a Cor. 15:51 y 52). En cambio, los
incrédulos y los impíos irán con los demonios al infierno, donde se abrasarán
eternamente sin poder ser redimidos de sus tormentos (Mat. 25:46).
Sectas.
Por eso desechamos las
doctrinas de todos aquellos que niegan la verdadera resurrección
del
cuerpo (2.a Tim. 2:18)e igualmente desechamos la opinión de quienes, como Juan
de Jerusalem (contra el cual ha escrito
Jerónimo), sustentan una idea errónea sobre los cuerpos
celestiales. Asimismo, desechamos la
opinión de quienes han creído que también los demonios y todos los impíos
llegarían a ser salvados y con ello acabaría su castigo. Pues el Señor ha dicho
simplemente: «El gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga» (Marc.
9:48). Además desechamos los sueños judíos, según los cuales precederán al Día
del Juicio una edad de oro en la que los piadosos, una vez aherrojados sus
impíos enemigos, serán dueños de los reinos de este mundo. Pero la verdad
conforme a los Evangelios y la doctrina apostólica es completamente diferente:
Mat. 24 y 25; Luc. 18; también 2.a Tes. 2 y 2.a Tim. 3 y 4.
El fruto de la muerte y la
resurrección de Cristo.
Continuando: Mediante
sus padecimientos y su muerte y
todo aquello que nuestro Señor ha hecho por nosotros desde que vino en carne y
por todo cuanto hubo de hacer y sufrir, él ha reconciliado al Padre celestial
con todos los creyentes, ha borrado el pecado, arrebatado a la muerte su poder,
quebrantado la condenación y el infierno, y por su resurrección de entre los
muertos ha traído a la luz la vida y la inmortalidad y las ha repuesto, en fin.
Pues él es nuestra justicia, nuestra vida y nuestra resurrección, y aún más: La
perfección y redención de todos los creyentes, su salvación y
su superabundante riqueza (Rom. 4:25; 10:4; 1.a Cor. 1:30; Juan
6:33 sgs; 11:25 sgs). Porque el apóstol dice: «Por cuanto agradó al Padre que
en él habitase toda plenitud» (Col. 1:19), «y en él estáis cumplidos, sois
perfectos» (Col. 2:9 y 10).
Jesucristo, el único Salvador del mundo y el verdadero y
esperado Mesías.
Enseñamos y creemos que este Jesucristo, nuestro
Señor, es el único y eterno Salvador de la generación humana y hasta del mundo
entero, en tanto por la fe todos son salvados: los que vivieron antes de la
promulgación de la Ley,
los que estaban bajo la Ley
y los que estaban bajo el Evangelio han alcanzado la salvación o la alcanzarán
antes de que llegue el final de este tiempo en que vivimos. Y es que el Señor
mismo dice en el Evangelio: «El que no entra por la puerta en el corral de las
ovejas, sino que entra por otra parte, el tal es ladrón y robador...» «Yo soy
la puerta de las ovejas» (Juan 10:1 y 7). También dice en otro pasaje del Evangelio
de Juan: «Abraham vuestro padre se gozó por ver mi día; y lo vio y se
gozó» (Juan 8:56). Pero también el
apóstol Pedro dice: «En ningún otro hay salvación (fuera de Cristo); porque no
ha sido dado a los hombres otro nombre bajo el cielo, nombre por el que somos
salvos» (Hech. 4:12; 10:43; 15:11). En el mismo sentido escribe Pablo: Nuestros
padres «comieron la misma vianda espiritual y todos bebieron la misma bebida
espiritual; porque bebían de la piedra espiritual que los seguía, y la piedra
era Cristo» (1.a Cor. 10:3 y 4). Así, también leemos que Juan ha dicho que
Cristo es el cordero, sacrificado desde la fundación del mundo» (Apoc. 13:8). Y
Juan, el Bautista, testimonia: «He aquí el cordero de Dios que quita el pecado
del mundo» (Juan 1:29).
Por
eso confesamos y predicamos en alta voz que Jesucristo es el único Redentor y
Salvador, rey y Sumo Sacerdote, el verdadero Mesías esperado y bendito, al cual
todos los ejemplos de la Ley
y de las promesas de los Profetas han presentado y prometido de antemano. Dios
nos lo ha dado a nosotros mismos como Señor y enviado de manera que no tengamos
que esperar a ningún otro. Y nada podemos hacer, por nuestra parte, sino dar
toda clase de gloria a Cristo, creer en él y hallar descanso solamente en él,
considerando inferiores y desechables todos los demás apoyos que en la vida se
nos ofrezcan.
Porque todos los que busquen su salvación en
otra cosa que no sea únicamente Jesucristo, han caído de la gracia de Dios y
realizan el que Cristo no les valga para nada (Gal. 5:4).
Reconocimiento de las
Confesiones proclamadas en los cuatro
primeros Concilios.
Dicho resumidamente:
Nosotros creemos de corazón y confesamos libre y abiertamente con la boca lo
que contienen las Confesiones de los cuatro primeros y más importantes Sínodos
Eclesiásticos de Nicea, Constantinopla, Efeso y Calcedón, así como también la Confesión de Atanasio y
demás Confesiones sobre el misterio de la encarnación de nuestro Señor
Jesucristo; pues todo ello se basa en las Sagradas Escrituras. Por el
contrario, desechamos todo lo que contradice a las mencionadas Confesiones.
Sectas.
De este modo mantenemos
firmemente la fe pura, sin mácula, justa y universal, la fe cristiana; porque
sabemos que en las mencionadas Confesiones nada hay que no corresponda a la
Palabra de Dios o no bastase para una verdadera exposición de la fe.”
Ideas después de la Reforma
Empezando en los siglos
XVIII y XIX el enfoque en Cristo cambió.
Antes empezó con el Logos, la Segunda
Persona de la
Trinidad, y luego trató de interpretar la encarnación para
hacer justicia a la unidad de la
Persona del Salvador.
Pero durante el siglo XVIII empezó a examinarse el Jesús histórico, con
énfasis en el cuadro del Salvador presentado en los Evangelios. El punto de vista fue antropológico con la
“búsqueda del Jesús histórico”.
Pero esto también vino con
un rechazo de autoridad y de lo sobrenatural y un énfasis en razón y
experiencia. No lo que la Biblia nos enseña en cuanto
a Cristo, sino nuestros propios descubrimientos al investigar los fenómenos de
su vida, y nuestra experiencia de él, fueron hechos el factor determinante al
formular un concepto correcto de Jesús.
Se hizo una distinción
entre el “Jesús histórico” visto en los Evangelios, y el “Cristo teológico” que
era el producto de imaginaciones fértiles de teólogos desde el tiempo de Pablo,
cuya imagen ahora se refleja en los Credos de la Iglesia.
Se pensaron menos en un Cristo sobrenatural y
hablaron de un Jesús humano. Abandonando
la doctrina de las dos naturalezas, hablaron de un hombre divino. Schleiermacher
y Hegel vieron a Cristo como un
Maestro humano, aunque único, o por su
sentido perfecto de unión con lo divino, o como la expresión de la unión que
existe entre Dios y el hombre. Pero el
Cristo de la Biblia
y él de los credos son él mismo Cristo.
Los dichos de la iglesia simplemente unen todas las varias ramas de
datos bíblicos para formular una definición de lo que la Palabra de Dios en su
totalidad revela.
Muchos puntos de vista en este
periodo se pueden resumir por decir que Jesús era un hombre que de alguna
manera llegó a ser divino. Pero él del
siglo XIX quien ejerció más influencia sobre el pensar moderna acerca de la Persona de Cristo era Albrecht Ritschl (1822-1889).
Schleiermacher decía que Jesús fue humano, pero único en que poseyó
un “sentido de unión con lo divino” perfecto y sin ruptura, quedándose sin
pecado y perfectamente obediente. Fue el
Segundo Adán, verdaderamente hombre como el primero, pero en mejores
circunstancias y quedándose sin pecado y perfecto en obediencia. Es la nueva cabeza espiritual de la raza,
capaz de animar y sostener la vida más alta de toda la humanidad. Tenía una consciencia especial de Dios y era
perfectamente religioso. Por fe en él
todos pueden llegar a ser perfectamente religiosos. Pero aún así no es Dios llegado a ser
hombre.
Kant enseñó que Cristo es simplemente un ideal abstracto, un ideal
de perfección ética; Jesús fue el más eminente predicador de este ideal. Fe en este ideal de perfección, que siempre
era con Dios y llega a ser encarnado a la medida en que se realiza en una
humanidad perfecta, es lo que salva. O
sea es un ideal y no la
Persona de Jesucristo, que salva.
Hegel pensó que las creencias de la Iglesia en cuanto a Cristo
son simplemente símbolos de verdad metafísica. La historia es el proceso de Dios llegando a
ser. Dios llega a encarnarse en la
humanidad y esta encarnación expresa la unidad de Dios y el hombre. La encarnación única de Jesucristo es la
culminación de esto. La humanidad
reconoce en Jesús un gran maestro ético, pero fe va más allá y le reconoce como
divino y como terminando la trascendencia de Dios. Todo lo que hace llega a ser una revelación
de Dios. En Jesús Dios “nos levanta hasta la consciencia
(panteísta) divina”.
Teorías Kenóticas enseñan en cuanto
a Fil 2:7 que en la encarnación Cristo se vació de su divinidad, y entonces se
incrementó en sabiduría y poder hasta que por fin de nuevo asumiera la
naturaleza divina. Depende del exponente
hasta que punto se considera que Cristo se desvistió, pero la idea popular era
que esto era total. Esto intentó
enfatizar la verdadera humanidad de Cristo tanto como la grandeza de su
humillación. Pero en realidad es un
retroceso de Calcedonia, tanto como es anti-bíblico.
Hay serias objeciones a esta
interpretación. En primer lugar la
palabra evke,nwsen
el aoristo del verbo kenow no significa “vaciarse”, sino “hacerse de ningún cuenta o importancia”. Además el objeto de la acción no es la
divinidad de Cristo sino su estado de igualdad con Dios en poder y gloria. El Señor de la gloria se hizo de ninguna
cuenta por llegar a ser un siervo. Las
teorías kenóticas son subversivas a la doctrina de la Trinidad, contrarias a la
doctrina de la inmutabilidad de Dios y en contra a pasajes bíblicos que dan
atributos divinos al Jesús histórico (Jn 8:58; Mat 18:20; Jesús muestra
omnisciencia en Jn 1:47; 2:25; 4:29; 11:11-14; y poder divino en Mar 4:39; y
autoridad Mar 2:10).
Cirilo de Alejandría dijo
correctamente en una epístola a Nestorio que el Logos eterno “se sujetó a nacimiento por nosotros y salió
hombre de una mujer, sin botar lo que era; pero aunque asumió carne y sangre,
se quedó lo que era, Dios en esencia y en verdad... aún en el seno de su virgen
madre, llenó toda la creación como Dios...”[2]
Después de Schleiermacher, Ritschl es uno de los más influyentes teólogos
en cuanto a su doctrina de Cristo. Enfatizó
la obra de Cristo, no su Persona: la obra determina la dignidad de su Persona;
él es un simple hombre, pero por causa de su obra, correctamente le atribuimos “el predicado de Deidad”. El que hace la obra de Dios se puede
describir en términos de Dios. Cristo,
revelando a Dios en su gracia, verdad y poder redentor, tiene para el hombre el
valor de Dios, y entonces se le puede dar honor divino. No habla de la pre-existencia, encarnación ni
el nacimiento virginal de Cristo, porque estos no tienen ningún punto de
contacto en la experiencia de la comunidad creyente.
En mucha teología moderna se ve a
Cristo como un hombre que difiere de otros hombres solamente en que estaba más
consciente de Dios que los demás. Así es
la revelación más alta del Ser Supremo en su palabra y obra. Esencialmente todos los hombres son divinos,
porque Dios es inmanente en todos y todos son hijos de Dios. Cristo es diferente solamente en grado. Es distinto solamente por su más grande
receptividad para lo divino y su consciencia superior de Dios.
En
todo esto se ve que son los pensamientos de los hombres, y no la Palabra de Dios, que están
determinando lo que creen acerca de Cristo.
Al abandonar la autoridad de las Escrituras los hombres abandonaron los
credos y confesiones de la iglesia que se basaron en ellas.
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