jueves, 27 de setiembre de 2012

Christologia Desde la Reforma hasta el Siglo XIX



La Reforma

            Los Reformadores magisteriales mantenían cristología ortodoxa.  Pero el punto de vista de Lutero de la presencia real en la Cena del Señor necesitaba el punto de vista que después de la ascensión la naturaleza humana de Cristo es omnipresente.  Esto llevó a un punto de vista sobre el cummunicatio idiomatum al efecto que “cada una de las naturalezas de Cristo penetra la otra (peridhoresis) y que su humanidad participa en los atributos de su divinidad”.[1]  Pero no quisieron atribuir atributos humanos a la naturaleza divina.  Según la Formula de Concordia la naturaleza divina imparte sus atributos a la naturaleza humana, pero el ejercicio de estos depende de la voluntad del Hijo de Dios.  En realidad es una forma de eutiquianismo. 

            Había una controversia en la Iglesia Luterana sobre este tema.  Evidentemente la lógica del caso requería una comunicación de atributos desde el momento de la unión de las dos naturalezas.  Pero si así fuera, ¿cómo se explicaría la vida de humillación que se ve en los Evangelios?  Los teólogos de Giessen mantenían que Cristo dejó a un lado sus atributos divinos en la encarnación o solamente les utilizó ocasionalmente; los de Tuebingen mantenían que siempre les poseyó, pero les escondió o les utilizó solamente en secreto.  La Formula de Concordia tiende al anterior.  Hoy en día hay una tendencia a dejar esto a un lado y conformarse al punto de vista Reformado que las propiedades de cada una de las naturalezas se pueden atribuir a la Persona. 

            Los Reformados mantenían una posición cristológica ortodoxa, expresada más plenamente en la Segunda Confesión Helvética (1566):

Artículo 11

 JESUCRISTO, DIOS Y HOMBRE VERDADERO Y ÚNICO SALVADOR DEL MUNDO

Cristo es Dios Verdadero.
                                              
    Creemos y enseñamos, además, que el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo fue predestinado e impuesto como salvador del mundo desde la eternidad. Creemos que ha sido engendrado por el Padre, no sólo cuando aceptó de la Virgen María carne y sangre y no sólo antes de la creación del mundo, sino antes de toda eternidad, y esto de un modo indefinible. Pues dice Isaías: « ¿Quién quiere contar su nacimiento?» (Isaías 53:8), y dice Miqueas: «Su origen es desde el principio, desde los días del siglo» (Miqueas 5:2). Porque también Juan manifiesta en su Evangelio: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). Por eso     el Hijo igual al Padre en su divinidad e igual a Él en esencia, o sea, que es Dios verdadero (Filip. 2:11); y esto, por cierto, no puramente de nombre, ni por haber sido aceptado como Hijo, ni en virtud de alguna demostración especial de la gracia, sino por naturaleza y esencia, como el apóstol Juan también lo escribe: «Éste es el Dios verdadero y la vida eterna» (1.a Juan, 5:20).
  Dice Pablo: A su hijo lo «constituyó heredero de todo, por el cual, asimismo, hizo el Universo: El cual siendo el resplandor de su gloria, y la misma imagen de su sustancia, y sustentando todas las cosas con la palabra de su potencia...» (Hebr. 1:2 y 3). Porque también en el Evangelio ha dicho el Señor mismo: «Ahora pues. Padre, glorifícame tú cerca de ti mismo con aquella gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo fuese» (Juan 17:5). Y en otro lugar del Evangelio leemos que los judíos intentaban matar a Jesús, porque él «llamaba a su Padre Dios, haciéndose igual a Dios» (Juan 5:18).
   De aquí que desechemos rotundamente la impía doctrina de Arrio y todos los arríanos, los cuales niegan la filialidad divina de Jesús. Y en especial desechamos radicalmente las blasfemias del español Miguel Servet y todos sus partidarios, blasfemias que Satanás, valiéndose de esos hombres, ha sacado del infierno contra el Hijo de Dios y anda esparciendo por todo el mundo de una manera insolentísima e impía.

Cristo, hombre verdadero de carne y hueso.

Creemos y también enseñamos que el Hijo eterno de Dios eterno se hizo hombre, criatura humana, de la simiente de Abraham y David; pero no en virtud de ser engendrado por un varón, como ha dicho Ebión, sino que fue concebido de la forma más pura y limpia posibles por el Espíritu Santo y nació de María, que siempre fue Virgen, como lo relata concienzudamente la historia evangélica (Mat. 1).

Cristo, hombre verdadero con carne y alma.

También Pablo dice: «Porque ciertamente no tomó a los ángeles, sino a la simiente  de  Abraham  tomó»  (Hebr.2:16). Igualmente afirma el apóstol Juan que quien no crea que Cristo ha venido en carne; quien así no crea, no es de Dios. Es decir, la carne de Cristo no era de aparente naturaleza, ni tampoco descendida del cielo, como soñaban Valentín y Marción. Tampoco carecía el alma de nuestro Señor Jesús de sentimiento y razón, como pensaba Apolinario; ni poseía un cuerpo sin alma, como Eunomio enseñaba;

Cristo posee alma y razón.

Sino que tenía un alma dotada de razón y un cuerpo con facultades sensoriales, que durante su Pasión le hicieron sufrir verdaderos dolores, como él mismo dice: «Mi alma está muy triste hasta la muerte» (Mat. 26:38). Y también: «Ahora  está turbada mi  alma» (Juan (12:27).

Las dos naturalezas de Cristo.

   De aquí que reconozcamos en nuestro Señor Jesucristo, el único y siempre el mismo, dos naturalezas o modos sustanciales de ser: Una divina y una humana (Hebr. 2). Acerca de ambas decimos que están unidas, pero esto de manera tal que ni se hallan entrelazadas entre sí, ni reunidas, ni mezcladas. Más bien están unidas y ligadas en una sola persona, de manera que las propiedades de ambas naturalezas siempre persisten.

Solamente un Cristo y no dos.

 O sea, que nosotros veneramos solamente a un Señor Jesucristo, pero no a dos Señores distintos. En una sola persona Dios verdadero y hombre verdadero, sustancialmente, según la naturaleza divina, igual al Padre; más según la naturaleza humana, sustancialmente igual a nosotros y en todo semejante a nosotros, excepto en lo concerniente al pecado (Hbr. 4:15).

Sectas, La naturaleza divina de Cristo no ha sufrido y su naturaleza humana no está en todas partes.

Por esta razón desechamos rotundamente la doctrina de los nestorianos, que de un solo Cristo hacen dos y desarticulan la unidad de la persona de Cristo. Asi mismo, condenamos la necedad de Eutiques y de los monotelistas o monofisitas, que borran las propiedades de la naturaleza humana.
Tampoco enseñamos que la divina naturaleza en Cristo haya sufrido o que Cristo en su naturaleza humana exista todavía en este mundo o se encuentre en todas partes.
Ni creemos ni enseñamos que el verdadero cuerpo de Cristo, luego de la glorificación, haya sucumbido o haya sido divinizado, y esto de manera que haya renunciado a las cualidades de cuerpo y alma retornando así a su naturaleza divina, o sea, que desde entonces tenga solamente una naturaleza.

Sectas.

De aquí que estemos completamente disconformes con las sutilezas necias, confusas y oscuras y siempre variadas de un Schwenkfeid y semejantes  acróbatas  intelectuales  con respecto a esta cuestión. Creemos, por el contrario, que nuestro Señor Jesucristo verdaderamente ha padecido en su carne por nosotros y por nosotros ha muerto,  como dice Pedro: (1.a Pedro 4:1).

Nuestro señor padeció Verdaderamente.

Aborrecemos la opinión loca de los jacobitas y todos los turcos, que niegan y escarnecen los padecimientos de Jesús. Al mismo tiempo, no negamos que el Señor de la gloria, según palabras del apóstol Pablo, haya sido crucificado por nosotros (1.a Cor. 2:8).

Communicatio Idiomatum.

 Con fe y reverencia nos valemos de la doctrina, que basada en la Sagrada Escritura manifiesta que las propiedades o cualidades anejas a una de las naturalezas de Cristo pueden aplicarse algunas veces también a la otra. Esta doctrina fue aplicada ya por los antiguos padres de la Iglesia al interpretar y comparar pasajes de la Escritura aparentemente contradictorios.

La verdadera Resurrección de Cristo.

  Creemos y enseñamos que este nuestro Señor Jesucristo con el cuerpo verdadero con que fue crucificado y murió ha resucitado de entre los muertos sin procurarse otro cuerpo en lugar del sepultado y sin adoptar espíritu en lugar del cuerpo, sino que conservó su cuerpo verdadero. Por eso muestra a sus discípulos, que  imaginaban  ver el espíritu del Señor, sus manos y sus pies con las heridas de los clavos, y al hacerlo, les dice: «Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy: palpad, y ved; que el espíritu ni tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (Luc. 24:39).

La verdadera Ascensión de Cristo.

  También creemos que nuestro Señor Jesucristo con su mismo cuerpo ha ascendido a todos los cielos visibles hasta el mismo cielo, la morada de Dios y de los santos, hasta la diestra de Dios. Y si esto significa, en primer lugar, una verdadera comunión con la gloria y la majestad, aceptamos que el cielo es un lugar determinado, lugar al que el Señor se refiere en el Evangelio: «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Juan 14:2). Pero también dice el apóstol Pedro: «Es menester que el cielo tenga a Cristo hasta los tiempos de la restauración  de  todas las cosas»  (Hech. 3:21). Pero desde los cielos volverá de nuevo para el Juicio: Entonces es cuando la maldad en el mundo habrá llegado a su apogeo, y el Anticristo, después de haber destruido la verdadera fe e inundado todo de superstición e impiedad, habrá asolado la Iglesia a sangre y fuego (Dan. 11). Pero Cristo volverá para ayudar a los suyos, aniquilará con su venida al Anticristo y juzgará a los vivos y a los  muertos  (Hech.  17:31).  Pues  los muertos resucitarán (1.a Tesal. 4:14 sgs), y los vivos, que en aquel día (que ninguna criatura sabe cuándo será (Marc. 13:32) aun queden serán transformados en un momento y todos los creyentes en Cristo serán arrebatados en los aires, a fin de que juntamente con él entren en las moradas de la bienaventuranza y vivan eternamente (1.a Cor. 15:51 y 52). En cambio, los incrédulos y los impíos irán con los demonios al infierno, donde se abrasarán eternamente sin poder ser redimidos de sus tormentos (Mat. 25:46).

Sectas.

Por eso desechamos las doctrinas de todos aquellos que niegan la verdadera resurrección                                                                                                                                                                                                             del cuerpo (2.a Tim. 2:18)e igualmente desechamos la opinión de quienes, como Juan de Jerusalem (contra el cual ha escrito  Jerónimo), sustentan una idea errónea sobre los cuerpos celestiales.  Asimismo, desechamos la opinión de quienes han creído que también los demonios y todos los impíos llegarían a ser salvados y con ello acabaría su castigo. Pues el Señor ha dicho simplemente: «El gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga» (Marc. 9:48). Además desechamos los sueños judíos, según los cuales precederán al Día del Juicio una edad de oro en la que los piadosos, una vez aherrojados sus impíos enemigos, serán dueños de los reinos de este mundo. Pero la verdad conforme a los Evangelios y la doctrina apostólica es completamente diferente: Mat. 24 y 25; Luc. 18; también 2.a Tes. 2 y 2.a Tim. 3 y 4.
  
El fruto de la muerte y la resurrección de Cristo.
           
Continuando:  Mediante  sus padecimientos y  su muerte y todo aquello que nuestro Señor ha hecho por nosotros desde que vino en carne y por todo cuanto hubo de hacer y sufrir, él ha reconciliado al Padre celestial con todos los creyentes, ha borrado el pecado, arrebatado a la muerte su poder, quebrantado la condenación y el infierno, y por su resurrección de entre los muertos ha traído a la luz la vida y la inmortalidad y las ha repuesto, en fin. Pues él es nuestra justicia, nuestra vida y nuestra resurrección, y aún más: La perfección y redención de todos los creyentes, su salvación  y  su  superabundante  riqueza (Rom. 4:25; 10:4; 1.a Cor. 1:30; Juan 6:33 sgs; 11:25 sgs). Porque el apóstol dice: «Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud» (Col. 1:19), «y en él estáis cumplidos, sois perfectos» (Col. 2:9 y 10).

Jesucristo,  el único Salvador del mundo y el verdadero y esperado Mesías.

   Enseñamos y creemos que este Jesucristo, nuestro Señor, es el único y eterno Salvador de la generación humana y hasta del mundo entero, en tanto por la fe todos son salvados: los que vivieron antes de la promulgación de la Ley, los que estaban bajo la Ley y los que estaban bajo el Evangelio han alcanzado la salvación o la alcanzarán antes de que llegue el final de este tiempo en que vivimos. Y es que el Señor mismo dice en el Evangelio: «El que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino que entra por otra parte, el tal es ladrón y robador...» «Yo soy la puerta de las ovejas» (Juan 10:1 y 7). También dice en otro pasaje del Evangelio de Juan: «Abraham vuestro padre se gozó por ver mi día; y lo vio y se gozó»  (Juan 8:56). Pero también el apóstol Pedro dice: «En ningún otro hay salvación (fuera de Cristo); porque no ha sido dado a los hombres otro nombre bajo el cielo, nombre por el que somos salvos» (Hech. 4:12; 10:43; 15:11). En el mismo sentido escribe Pablo: Nuestros padres «comieron la misma vianda espiritual y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo» (1.a Cor. 10:3 y 4). Así, también leemos que Juan ha dicho que Cristo es el cordero, sacrificado desde la fundación del mundo» (Apoc. 13:8). Y Juan, el Bautista, testimonia: «He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29).
   Por eso confesamos y predicamos en alta voz que Jesucristo es el único Redentor y Salvador, rey y Sumo Sacerdote, el verdadero Mesías esperado y bendito, al cual todos los ejemplos de la Ley y de las promesas de los Profetas han presentado y prometido de antemano. Dios nos lo ha dado a nosotros mismos como Señor y enviado de manera que no tengamos que esperar a ningún otro. Y nada podemos hacer, por nuestra parte, sino dar toda clase de gloria a Cristo, creer en él y hallar descanso solamente en él, considerando inferiores y desechables todos los demás apoyos que en la vida se nos ofrezcan.
   Porque todos los que busquen su salvación en otra cosa que no sea únicamente Jesucristo, han caído de la gracia de Dios y realizan el que Cristo no les valga para nada (Gal. 5:4).

Reconocimiento de las Confesiones proclamadas en los  cuatro primeros Concilios.

Dicho resumidamente: Nosotros creemos de corazón y confesamos libre y abiertamente con la boca lo que contienen las Confesiones de los cuatro primeros y más importantes Sínodos Eclesiásticos de Nicea, Constantinopla, Efeso y Calcedón, así como también la Confesión de Atanasio y demás Confesiones sobre el misterio de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo; pues todo ello se basa en las Sagradas Escrituras. Por el contrario, desechamos todo lo que contradice a las mencionadas Confesiones.

Sectas.

De este modo mantenemos firmemente la fe pura, sin mácula, justa y universal, la fe cristiana; porque sabemos que en las mencionadas Confesiones nada hay que no corresponda a la Palabra de Dios o no bastase para una verdadera exposición de la fe.”

            Ideas después de la Reforma

            Empezando en los siglos XVIII y XIX el enfoque en Cristo cambió.  Antes empezó con el Logos, la Segunda Persona de la Trinidad, y luego trató de interpretar la encarnación para hacer justicia a la unidad de la Persona del Salvador.  Pero durante el siglo XVIII empezó a examinarse el Jesús histórico, con énfasis en el cuadro del Salvador presentado en los Evangelios.  El punto de vista fue antropológico con la “búsqueda del Jesús histórico”.

            Pero esto también vino con un rechazo de autoridad y de lo sobrenatural y un énfasis en razón y experiencia.  No lo que la Biblia nos enseña en cuanto a Cristo, sino nuestros propios descubrimientos al investigar los fenómenos de su vida, y nuestra experiencia de él, fueron hechos el factor determinante al formular un concepto correcto de Jesús. 

            Se hizo una distinción entre el “Jesús histórico” visto en los Evangelios, y el “Cristo teológico” que era el producto de imaginaciones fértiles de teólogos desde el tiempo de Pablo, cuya imagen ahora se refleja en los Credos de la Iglesia. 

            Se pensaron menos en un Cristo sobrenatural y hablaron de un Jesús humano.  Abandonando la doctrina de las dos naturalezas, hablaron de un hombre divino.  Schleiermacher y Hegel vieron a Cristo como un Maestro humano, aunque único, o por  su sentido perfecto de unión con lo divino, o como la expresión de la unión que existe entre Dios y el hombre.  Pero el Cristo de la Biblia y él de los credos son él mismo Cristo.  Los dichos de la iglesia simplemente unen todas las varias ramas de datos bíblicos para formular una definición de lo que la Palabra de Dios en su totalidad revela.

            Muchos puntos de vista en este periodo se pueden resumir por decir que Jesús era un hombre que de alguna manera llegó a ser divino.  Pero él del siglo XIX quien ejerció más influencia sobre el pensar moderna acerca de la Persona de Cristo era Albrecht Ritschl (1822-1889). 

            Schleiermacher decía que Jesús fue humano, pero único en que poseyó un “sentido de unión con lo divino” perfecto y sin ruptura, quedándose sin pecado y perfectamente obediente.  Fue el Segundo Adán, verdaderamente hombre como el primero, pero en mejores circunstancias y quedándose sin pecado y perfecto en obediencia.  Es la nueva cabeza espiritual de la raza, capaz de animar y sostener la vida más alta de toda la humanidad.  Tenía una consciencia especial de Dios y era perfectamente religioso.  Por fe en él todos pueden llegar a ser perfectamente religiosos.  Pero aún así no es Dios llegado a ser hombre. 

            Kant enseñó que Cristo es simplemente un ideal abstracto, un ideal de perfección ética; Jesús fue el más eminente predicador de este ideal.  Fe en este ideal de perfección, que siempre era con Dios y llega a ser encarnado a la medida en que se realiza en una humanidad perfecta, es lo que salva.  O sea es un ideal y no la Persona de Jesucristo, que salva.

            Hegel pensó que las creencias de la Iglesia en cuanto a Cristo son simplemente símbolos de verdad metafísica.  La historia es el proceso de Dios llegando a ser.  Dios llega a encarnarse en la humanidad y esta encarnación expresa la unidad de Dios y el hombre.  La encarnación única de Jesucristo es la culminación de esto.  La humanidad reconoce en Jesús un gran maestro ético, pero fe va más allá y le reconoce como divino y como terminando la trascendencia de Dios.  Todo lo que hace llega a ser una revelación de Dios.  En Jesús Dios “nos levanta hasta la consciencia (panteísta) divina”. 

            Teorías Kenóticas enseñan en cuanto a Fil 2:7 que en la encarnación Cristo se vació de su divinidad, y entonces se incrementó en sabiduría y poder hasta que por fin de nuevo asumiera la naturaleza divina.  Depende del exponente hasta que punto se considera que Cristo se desvistió, pero la idea popular era que esto era total.  Esto intentó enfatizar la verdadera humanidad de Cristo tanto como la grandeza de su humillación.  Pero en realidad es un retroceso de Calcedonia, tanto como es anti-bíblico.  

            Hay serias objeciones a esta interpretación.  En primer lugar la palabra evke,nwsen el aoristo del verbo kenow no significa “vaciarse”, sino “hacerse de ningún cuenta o importancia”.  Además el objeto de la acción no es la divinidad de Cristo sino su estado de igualdad con Dios en poder y gloria.  El Señor de la gloria se hizo de ninguna cuenta por llegar a ser un siervo.  Las teorías kenóticas son subversivas a la doctrina de la Trinidad, contrarias a la doctrina de la inmutabilidad de Dios y en contra a pasajes bíblicos que dan atributos divinos al Jesús histórico (Jn 8:58; Mat 18:20; Jesús muestra omnisciencia en Jn 1:47; 2:25; 4:29; 11:11-14; y poder divino en Mar 4:39; y autoridad Mar 2:10).

            Cirilo de Alejandría dijo correctamente en una epístola a Nestorio que el Logos eterno “se sujetó a nacimiento por nosotros y salió hombre de una mujer, sin botar lo que era; pero aunque asumió carne y sangre, se quedó lo que era, Dios en esencia y en verdad... aún en el seno de su virgen madre, llenó toda la creación como Dios...”[2]              

            Después de Schleiermacher, Ritschl es uno de los más influyentes teólogos en cuanto a su doctrina de Cristo.  Enfatizó la obra de Cristo, no su Persona: la obra determina la dignidad de su Persona; él es un simple hombre, pero por causa de su obra, correctamente le atribuimos “el predicado de Deidad”.  El que hace la obra de Dios se puede describir en términos de Dios.  Cristo, revelando a Dios en su gracia, verdad y poder redentor, tiene para el hombre el valor de Dios, y entonces se le puede dar honor divino.  No habla de la pre-existencia, encarnación ni el nacimiento virginal de Cristo, porque estos no tienen ningún punto de contacto en la experiencia de la comunidad creyente.

            En mucha teología moderna se ve a Cristo como un hombre que difiere de otros hombres solamente en que estaba más consciente de Dios que los demás.  Así es la revelación más alta del Ser Supremo en su palabra y obra.  Esencialmente todos los hombres son divinos, porque Dios es inmanente en todos y todos son hijos de Dios.  Cristo es diferente solamente en grado.  Es distinto solamente por su más grande receptividad para lo divino y su consciencia superior de Dios.   
           
            En todo esto se ve que son los pensamientos de los hombres, y no la Palabra de Dios, que están determinando lo que creen acerca de Cristo.  Al abandonar la autoridad de las Escrituras los hombres abandonaron los credos y confesiones de la iglesia que se basaron en ellas. 



[1] Neve Lutheran Symbolics p 132
[2] Carta de Cirilo a Nestorio con XII Anatemas en NPNF Serie II tomo 14 p 202

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